
De la tierra y del cielo me enseñó colores, me dio imágenes en cuadros oliendo a goma y linaza, en fotografías con esencia a cuarto oscuro de esperas largas a la luz ámbar, en visitas a museos y galerías, en viajes al mar, a su único dios mar, en libros que no disimuló, en los jardines que cuidamos juntos, que podamos, que barrimos. Me enseñó a trabajar con las manos y algo con la cabeza, en las puertas de casa que hicimos, cortando con serrucho, limando con la escofina, clavando clavos, midiendo y equivocándonos una y otra vez, para siempre aprender. Me reveló esta tierra y su cielo en su estudio taller, que es como corazón de casa donde late la acción que lo mantiene en vida, me tuvo hechizado por infinitas horas, dibujando futuros, esculpiendo amistades, escribiendo tareas, aquellos periódicos de fantasía, planos y maquetas de proyectos míos, luego suyos, luego nuestros. Me dejó ver el mundo que ahora siempre me espera, que me llama y me espera para seguir viviendo.
A los otros del mundo me presentó con celo, cuidado y transparencia, a veces desconfianza. A los hermanos primero nos soldó con mi madre, por siempre con esa fuerza extraña y a la vez familiar que regala la risa cómplice de bromas amasadas de inteligentes ironías y simplezas baratas. Fuerza que surge igual de discusiones bizantinas que con rodeos mundiales atracan en concilio, en acuerdo y en ocasiones en muda aceptación del diferente, del inconforme, del fatigado. A los prójimos, a aquellos los otros, me arrojó generoso a cultivar la incomparable milpa del sentirse amigo, al dar junto al pan y al vino aquellas cuatro orejas con que él y mi madre nunca, si no en fatiga extrema, han rechazado voz alguna.
De dioses por suerte no me dijo nada. Bastante halla uno, o nada, qué decirse al respecto para quedar callado. De sus credos a secas la honestidad escojo, severamente recitado en la labor arremetida. Y lo perfeccionista en voluntad hasta el detalle al límite, aun cuando sigue siendo humano el resultado. Y su modelo de accesible cordialidad acomodada en órbitas de intensidad concéntrica, que se protege detrás de esa seriedad que la enmascara.
Con eso y más sin duda me armó caballero, para pelear ingenuo por fundir este nuestro mundo con aquel otro donde ya ni hay molinos. Para saber que es la pelea y lo cruento de ella lo que vale. Me enseñó todo un mundo con su gente y sus cosas pero no me ató al suyo, para dejarme creer que labro el mío en la ilusión pueril de caminar solito. Hoy me dobla la edad, nunca lo había hecho. Y así como a mi lado lo siento en cada paso, así me gustaría hoy aquí tenerlo. Y pegarle un abrazo de esos con que se exprimen lágrimas de aquellos corazones que fingimos duros, para no llorar cuando algunas de sus mitades están lejos.