lunes, 4 de junio de 2007

De futboleritos

Fidel Meraz. (Publicado originalmente 08.07.2006)

Mañana domingo acaba el mundial de fútbol. ¡En caridad de Dios! Diría mi madre.
De mis más alejadas remembranzas arriba el recuerdo de tardes en casa de algún pariente, en fin de semana, con adultos frente a un televisor en blanco y negro. Mi padre por ahí, como viendo pero no tanto. Mas bien riendo y conviviendo, azuzando a los fanáticos, llevándoles la contraria, descalificando a los titanes ajenos. Los demás, como mi padrino (gran aficionado), alguno que otro tío, Jaime, Avelino, Fernando o su amigo el arquitecto Carlos Gonzáles estaban en medio de gritos de pasión, emoción, regaños al árbitro y demás gesticulaciones propias de un apasionado encuentro Necaxa contra Chivas, por poner un ejemplo. Yo de eso como suponen sé muy poco. Lo cierto es que en Merazlavia el deporte de marras no era muy visto. En ocasiones, ciertamente en época de mundial, se veían algunos partidos, más por estar informados y poder hablar de lo que sería el tema por semanas, que por auténtica pasión. Pero en realidad nunca Merazlavia, ni la Grande ni la Chica, se ha distinguido por ser aficionada al deporte de la pelotita. Es cierto que como diría alguno por ahí: ¡yo también doy pataditas! Pero esa es otra historia.
Esta animadversión entre futboleritos, pelotitas y yo es algo personal. Recuerdo que mi madre me hacía durante la secundaria, ¡ah si lo recuerdo bien!, unos sándwiches de oscuras rebanadas de pan negro tipo alemán, finas rebanadas de jamón serrano, salami, queso Gruyère, jitomate y lechuga. Quizás aderezado con mostaza de Dijon o salpicado con gotas de aceite de oliva. Así un día, acabando de desenvolver el anhelado almuerzo y estando a punto de morderlo por primera vez, sentí en mi mejilla un repentino ardor, la escuela frente a mí se sacudió hacia mi lado derecho con violencia y en el aire delante de mí se desintegraba en todas y cada una de sus partes aquel fabuloso sándwich. Cuando pude recuperarme de la sacudida un balón blanco con pentágonos rojos rebotaba rítmicamente, alejándose en dirección contraria a mi cara enrojecida y a los fragmentos de comida para entonces revueltos con gravilla y arena. El daño estaba hecho. Nadie en representación de los millones de futboleritos me ofreció una disculpa, ni me pidió perdón. La jugada siguió y yo naturalmente viví el resto de mis días odiando la pelotita.
El futbolerito, ese desconocido, desde siempre me despertó curiosidad. Imaginaba al verlos algunos experimentos que pudieran medir el grado en que estaban afectados. Si por ejemplo se lanza, despeja, chuta al azar a un grupo de hombres una pelota, o en su defecto un objeto esférico remotamente semejante a un balón, sin duda saldrá de entre ellos alguno que tratará de parar con el pecho, dominar con el muslo y chutar. U optará por dominarla, bajarla al piso con la parte interior de la rodilla, o moviendo los hombros retadores intentará rematar de cabeza hacia una imaginada portería. Algunos con instinto de arquero, portero, guardameta intentarán estirando los brazos cogerla con las dos manos, quizás completando la actuación con dramática, a veces grotesca, rodada de oso panda por el piso. El más osado intentará una chilena con el consabido riesgo de quebrarse el cóccix, a veces por desgracia lográndolo, pero con la satisfacción de haber salvado el partido. Hay los que caminan por la calle viendo en cada corcholata, hoy tapas plásticas de refresco, una pelota con la que aumentar el marcador en la más próxima coladera, agujero o caja volteada que encuentre. En cada par de líneas verticales, en cada horizontal sobre su cabeza alucinará una portería, un marco, una meta.
A veces este sentimiento antifútbol se convierte en una especie de pena en ocasiones inexplicada. Pena de ver a tanta gente aspirar a realizarse, a llenarse con tan poco. He visto a padres a mitad bebidos, lamentar con pena la derrota de la selección, llorando por no saber cómo explicarle a su hijo (todo vestido de uniforme oficial verde con en la camiseta el número del ídolo en turno) porqué perdieron los heroicos ratones. Tomará hasta dormirse patéticamente abatido, mientras el hijo absorbe aquel infortunio que podrá purificar tal vez si es afortunado cuatro años después si pasan de octavos de final; cambiando nacionalidad a italiano, alemán, brasileño o francés; o abandonando la fe del padre convirtiéndose al fútbol americano o al béisbol, donde de todos modos el equipo que gana siempre es estadounidense.
La vida tiene sus misterios. Tengo dos hijas. Pensé que el fútbol no sería un factor con ellas. Diana por primera vez se enfrentó a un niño mas pequeño que ella con el balón cuando tenía escasos cuatro años. El niño, futbolerito de cepa, la invitó a jugar. Ella corría sin parar detrás de la pelota y sin parar de correr se divirtieron toda la tarde. Pero ella nunca entendió en aquel entonces que había una portería en la cual se anotaba algo que ella desconocía: el gol. Jugó toda la tarde solo a corretear tras el balón y así la semilla de su afición quizás germinó: hoy parece que es una futbolerita. En cambio Valeria en su clase de educación física un día le tocó practicar el deporte nacional. Según nos relató con inocentes palabras ella no jugó fútbol sino "runbol", pues en toda la hora sus pies solo corrieron, nunca tocaron la bola ya que nunca se la dejaron. Mañana las dos apoyarán a Italia en la final, mexicanas-italianas, no cargan con tanto malogro heredado. Yo como pueden suponer, merazlavo al fin, estaré con Francia. Me importa tanto, como supondrán, que por mí esta vez que gane el mejor.

No hay comentarios: