martes, 5 de junio de 2007

De mosqueteros cuarenta años después




Fidel Meraz. (Publicado originalmente 08.12.2006)

Creo que cuarenta años es una edad tan notable como para que al voltear atrás se vea realmente algo. Y ver cómo se era, ver al que se ha sido.
Cuando tenía pocos años, diez tal vez, me parecía estar viviendo casi siempre en el mismo período. Niñez al fin centrada en mí mismo. Me sabía de memoria los regalos de todas las navidades y cumpleaños, por ejemplo. Cada uno pasaba a la historia. Hoy ya no recuerdo tantos y tantos regalos que agradezco haber tenido. De muchas cosas, unas vanas y otras menos, estuvo lleno mi tiempo. Muchas cosas están presentes siempre, o casi. Otras se han ido tal vez definitivamente de mi ser conciente. Esas olvidadas cosas, creo al menos, dejan su residuo en uno, su sedimento. Como deja huella desde luego también aquello que se recuerda y es con todo eso con lo que probablemente se construya uno.
Luego hacia la adolescencia aspiraba a la independencia, a la libertad de ir y venir a voluntad. Ser grande. Así un día me fui a recorrer parte del mundo un poco mas lejos, armado de quinientos dólares y un par de amigos. Días llenos, densos, días y noches de aventura, días y noches siempre diferentes. Si alguna vez he sentido la vida intensamente fue entonces. Los recuerdos de ese período son alegres y angustiosos. De la experiencia de conocer la realidad del otro, de los amigos, de las mujeres, de eso también se va uno poco a poco haciendo. Ponerse los zapatos de otra gente, tratar de servir (sin exagerar, yo no creo en los santos) y tratar de comprender (todo, emulando a los sabios si los hay). Pero también servirse y comprenderse.
Luego casarse, vivir lejos de la Merazlavia, buscar trabajo, aprender otra lengua, tener una hija, tener otra. Recuerdo las palabras del oráculo del Olivo (colonia en el poniente de la ciudad de México): cásate, ten hijos, pon tu oficina, paga impuestos, haz la ronda, ¡la ronda! Así pues es la época del estar casado. Pasé hace un tiempo una etapa en la que mucha memoria se redondeaba a ocho años. Cuando me preguntaban cuánto llevaba de casado: poco más de ocho años; si era cuántos años tiene tu hija más grande: poco más de ocho años; la más chica: poco menos de ocho; cuánto hace que regresamos de Italia a México: como ocho años; y así otras cosas. Hoy redondearía a trece. Mañana... La percepción del tiempo también va variando, parece que se va más rápido.
Uno cree que uno siempre es uno, que no cambia para ser otro. Y eso parece que es cierto, me parece que en ello consiste la identidad. Se fundamenta en la seguridad de que uno es siempre uno mismo, nunca un otro. Lo que creo puede riesgosamente engañarnos es el creer que no cambiamos, (cierto que no por otro) creer que somos siempre iguales. Pero al final cambia uno. Ese que uno es se modifica hasta ser muy diferente y si no mucho, sí diferente. La creencia de ser inmutable en cambio puede ser cegadora, puede hacernos pensar que ya somos, que ya acabamos de ser. En donde el riesgo entonces es el de rehusar el propio cambio al pretender, empecinadamente y contra un universo cambiante, ser siempre igual.
Cuando recuerdo mi pasado me parece verlo cada vez distinto. Y es así, cada vez distinto. Cada vez que se recuerda, se recuerda diferente. Esto que se recuerda se construye siempre desde el hoy. Estamos obligados a llevar todo el cargamento de residuos. Eso cambia cada vez las cosas. ¿También las cambiará cada vez menos? ¿y por ello nos volveremos más inflexibles, menos dispuestos a cambiar con el tiempo?
Sé que cuarenta años es una cantidad de años tan pequeña como para que al ver adelante se siga queriendo cambiar de ojos. Y ver cómo seré, seguir viendo que estoy siendo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estas páginas están en fase piloto, disculpen las molestias.